Emprendedores que sirven de inspiración
Tres historias de personas que en distintos puntos de la Argentina decidieron llevar adelante sus proyectos innovadores y con empeño lograron transformar positivamente su realidad y la de su comunidad
Por Iván Pérez Sarmenti | Para LA NACION
Según la Real Academia Española, emprender es “acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro”. Y Cenecia, Sebastián y Marcelo se lo tomaron al pie de la letra. Cada uno desarrolla día tras día una tarea distinta, pero los unen las ganas de progresar y de poder cambiar la realidad que los rodea.
Quizás el caso más emblemático sea el de Cenecia Alancay, que hace casi 14 años creó la organización La Esperanza de Enseñar y Aprender Más (LEAM) para “dar una manita a la gente que lo necesita”. En Abra Pampa, Jujuy, busca dar oportunidades a las mujeres de La Puna para generar sus propios ingresos económicos y mejorar su calidad de vida a partir de la enseñanza de manualidades, corte y confección, y la elaboración de sombreros ovejunos y tejido.
La zona tiene altos índices de desocupación femenina y por eso Cenecia les enseña a generar sus propios ingresos económicos y a mejorar su calidad de vida, y les demuestra que “tienen el mismo derecho a trabajar que los hombres y que no sólo están destinadas al trabajo doméstico”. Luego, lo que producen lo venden en ferias que organizan en el pueblo y que compran los turistas.
“Yo estoy para ayudar en lo que puedo: enhebrar una aguja, coser, cortar o simplemente escuchar”, explica Cenecia, madre de seis hijos propios, otros siete “del corazón” y abuela de 11 nietos, que trabaja como portera en una escuela por la mañana y luego, por la tarde, se dedica también a ayudar a las familias en situación de vulnerabilidad y a personas con discapacidad, y así elevar su autoestima para que puedan seguir adelante demostrando que sus vidas pueden cambiar.
Sin embargo, ella no recibe asistencia de ningún organismo de gobierno y uno de los pocos reconocimientos que tuvo fue el Premio Mujeres Solidarias de la Fundación Avon. “Nadie nos ayuda, vienen a sacarse fotos, la gente aquí se encariña con los visitantes, pero luego desaparecen”, se queja apesadumbrada Cenecia, que ahora tiene como objetivo poder cercar el patio de su centro para que los 70 chicos que concurren puedan jugar tranquilos mientras sus madres aprenden y trabajan.
“Acá se necesita de todo. Mis hijos me ayudan, pero nosotros solos no podemos. Necesitamos, por ejemplo, un médico que les explique a las chicas cosas sobre la maternidad, psicólogos y asistentes sociales”, afirma, y agrega: “Pero para todo nos piden que armemos un proyecto y lo presentemos. Pero para nosotros es muy complicado todo eso”.
Cenecia comanda, pero sus hijos también la ayudan. Dana es maestra jardinera, da apoyo escolar para los más chiquitos y enseña danzas folklóricas y habla orgullosa de su madre. “Somos una familia solidaria. Nosotros damos todo lo que tenemos y no nos importa no tener nada, siempre de alguna manera nos vamos a arreglar”, afirma.
Si bien Cenecia es consciente de que hay que resolver las urgencias económicas y de salud, que son una prioridad en su tierra, ella aspira a más. “No nos sirven las donaciones sin pensar en lo humano”, reflexiona.
La confianza como motor
Una situación completamente distinta es la de Sebastián Javelier, que hoy tiene 28 años y hace cinco no pensaba que su futuro sería “hacerse bolsa”. En 2010, sólo tenía su idea y $ 800 para empezar. Hoy factura $ 2,5 millones por año fabricando más de 200.000 bolsas reciclables por mes que les vende a empresas como Coca-Cola, Garbarino o Adidas, y emplea a más 25 personas.
En 2009 daba clases particulares de física y era ayudante de cátedra en la Facultad de Ingeniería hasta que jugando al fútbol se quebró una pierna y tuvo que permanecer tres meses inmovilizado. Y ahí empezó a pensar y a darle forma a lo que sería Ecoexist, su emprendimiento.
“Siempre pensaba en armar un negocio propio y, por otro lado, nunca me gustaron las bolsas descartables”, recuerda, hoy, mientras muestra una de las bolsas que fabrica con frizilina, un material 100% biodegradable, pero que por el diseño “la gente no tira”.
Pero una vez que tuvo la idea, el desafío era armar la empresa. “Busqué, investigué, leí e hice cursos de administración, finanzas, ventas y para emprendedores porque mi empresa era yo y tenía que controlar todo lo que hacía.” Así llegó a la Fundación Impulsar, que además de formación, le brindó un crédito de $ 7000 a tasa cero y lo que Sebastián destaca como más importante: un mentor que lo acompañó durante dos años para poner en marcha Ecoexist.
Para Sebastián, la clave para poder desarrollar su emprendimiento se basó en la confianza, que fue la lección que aprendió apenas comenzó. “Al momento de retirar las bolsas del primer pedido, el costurero me dijo que me cobraba el doble de lo presupuestado o si no tiraba toda la producción a la basura”, recuerda. Así las cosas, buscó una nueva costurera hasta que conoció a Alicia, con quien formaron a más de 20 mujeres en el oficio, a las que ayudaron a comprar las máquinas de coser que ellas pagaron con producción, pero que también les permitía trabajar para otras empresas y generar más ingresos.
“Para mí, era fundamental trabajar con ellas y no con cualquier taller. Era un valor agregado poder ayudarlas. Pero también eso nos garantizó una fidelidad impresionante. Nosotros las ayudamos a tener un trabajo y un oficio, y ellas nos ayudan siempre para llegar con las entregas a tiempo. La clave es la confianza mutua”, explica Sebastián, que también aplica ese método con sus proveedores y clientes.
Pero no todo fue fácil. Luego de un tiempo de trabajar así, la industria comenzó a virar hacia las bolsas pegadas, para lo que necesitaban una maquina automática. “Fue una decisión que me costó mucho tomar porque no quería dejar sin trabajo a las costureras, pero a la vez necesitaba afianzar la empresa”, sostiene.
Pero finalmente pudo compatibilizar ambos modelos de producción y gracias a un crédito viajó a China para comprar la maquina necesaria, que tiene un costo de $ 700.000 y que paga mensualmente bajo el sistema de leasing. “Ahora hacemos las bolsas cosidas con nuestras costureras y las bolsas pegadas con la máquina, lo que nos permitió poder ampliar más nuestra producción y sumar algunos operarios”, afirma.
Otro punto complicado a la hora de montar la empresa fue la financiación. “No hay facilidades para crecer, nadie te ayuda”, sostiene Sebastián, que tuvo que hacer cosas “impensadas” para conseguir dinero en efectivo y poder cubrir la brecha que se genera entre pagar sus costos y cobrar por su trabajo hasta que la empresa ganó un premio de incentivo a emprendedores de $ 50.000 que les permitió normalizar su cuenta corriente.
Hoy, a tan sólo cuatro años de haber comenzado, Sebastián ya sueña con regionalizar su emprendimiento para llegar a más puntos del país. Pero al mirar atrás, afirma humildemente: “Yo no soy el que más sabe, creo que lo que mejor hice fue permitir que la mejor gente se sume a la empresa”.
Banco comunitario
Corría 1999 y la escuela a la que iban los hijos de Marcelo Caldano en Capilla del Monte, Córdoba, amenazaba con cerrar. Involucrarse con un grupo de padres, que en su mayoría estaban marginados del sistema económico formal, pero con un gran compromiso en relación con la educación de sus hijos, fue el primer desafío y armaron una cooperativa educacional, que logró mantener el colegio abierto durante diez años.
“Los padres no estaban en condiciones de pagar los $ 80 mensuales por alumno que costaba mantener los gastos de la escuela. Entonces acordamos pagar $ 30 en efectivo y el resto con trabajo, que consistía en realizar desde tareas de la escuela como trámites, jardinería, mantenimiento y limpieza de la infraestructura, hasta la organización de eventos o la elaboración de materiales didácticos”, rememora.
Allí nació el Banco de Horas Comunitarias, un sistema económico comunitario alternativo ideado por Caldano, que suple la carencia de dinero en efectivo con los recursos no económicos que cada miembro de la comunidad posee, como capacidad productiva y saberes, y los transforma en una moneda local llamada Soles.
“El desafío era cómo sostener una organización formada por familias que no podían garantizar su propio sustento. Si individualmente no podían sostener sus propias cuentas, ¿con qué excedente iban a sostener una escuela? Luego de unos meses de convivir con esa inquietud, propuse el Banco de Horas Comunitarias como un sistema económico que hace visible la riqueza de las personas, aunque no tengan dinero, y crea un Fondo de Productos y Servicios, basado en las capacidades y talentos de las personas, y también de objetos donados, con el cual se sostuvo más del 40% del presupuesto de la escuela durante diez años”, relata Marcelo.
Para que esta moneda funcione primero hay que determinar un objetivo general comunitario, la manera en que se realizará y calcular las horas de trabajo necesarias para desarrollar las actividades para llevarlo a cabo. Luego, hay que consensuar un precio para asignar a esas horas de trabajo y crear un fondo de recursos no monetarios, productos y servicios con aportes de los miembros de la organización y también por donaciones de terceros.
“Que una comunidad se ponga de acuerdo en una causa común ya es riqueza”, afirma Marcelo, que explica que finalmente los soles “representan recursos, productos y servicios que tenemos en nuestra proveeduría.”
Si bien en principio el sistema puede parecer similar a los clubes de trueque, Marcelo destaca una diferencia fundamental: “Nosotros tenemos como objetivo una causa común, como puede ser mantener una escuela; en cambio, el trueque es un mercado alternativo basado sólo en la reciprocidad”.
Por eso, el sistema fue multipremiado en concursos del sector social en todo el mundo y replicado en comunidades de Puerto Rico, México y España, entre otros, y Marcelo integra la Red Internacional de Emprendedores Sociales Ashoka desde 2003.
Hoy, quince años después, el Banco de Horas Comunitarias creció y se transformó en el Banco de Recursos Comunitarios porque no sólo ofrece horas de trabajo, sino productos generados por la misma comunidad de socios que pueden encontrarse en los anaqueles de la proveeduría para que otros miembros de la comunidad puedan adquirirlos con esta moneda complementaria.
En Jujuy, Córdoba o Buenos Aires, Cenecia, Marcelo y Sebastián entendieron que forman parte de una comunidad y que su realización personal va de la mano del desarrollo de sus vecinos y más allá de la economía. “Queremos que la gente comparta con nosotros. La vida no se termina en un pantalón”, finaliza Cenecia
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